lunes, 30 de agosto de 2010

lo de los Emmy

En los Emmy, digan lo que digan, no han arrasado Mad Men y Modern Family. Sí se han llevado algunos de los premios más potentes: Mejor serie dramática y mejor guión (dramático) para la primera, mejor serie de comedia, actor de reparto (de comedia) y mejor guión (de comedia) la segunda. Todo lo demás ha estado muy repartido.

No he visto Mad Men todavía, pero soy muy fan de Modern Family, así que bien.

domingo, 29 de agosto de 2010

Liniers entrevista a Ricardo Darín

Para La Nación, en una curiosa iniciativa: la entrevista dibujada. Son grandes los dos, pinchen en la imagen para hacerla grande y disfruten...


marte

147 imágenes del planeta rojo, aquí.



Apreciado Doctor Richards:

Como acordamos, le cuento con cierta antelación cómo van las cosas en lo que respecta al piso. La obra empezará en unos días, y va a durar unas seis, siete semanas. Ya le dije: pintura, suelo, cambiar puertas, armarios empotrados. Baño y cocina. Hemos contratado con una gente muy profesional, de Latveria, que además parecían muy contentos de trabajar en el Edificio Baxter y han entregado un presupuesto muy ajustado que incluye la instalación eléctrica y cerrojos dimensionales para evitar filtraciones de la Zona Negativa.


Aprovecho esta breve nota para comentarle si no habría posibilidad de instalar en uno de los armarios empotrados un teseracto, por pequeño que fuera. Sé que es tecnología protegida, pero puede estar tranquilo al respecto de mi absoluta discreción, y al fin y al cabo estaría dentro del edificio. Sin él, no sé bien qué voy a hacer a la hora de plantear la mudanza... La baticueva está demasiado atestada, y por muy estricto que sea a la hora de seleccionar lo que me llevo y lo que dejo atrás, hay cosas con las que no sé qué hacer. El tiranosaurio, por ejemplo, se puede reciclar por piezas, pero a ver dónde pongo si no la moneda gigante de centavo...


Por el momento, poco más puedo contarle. En unos días, cuando la cosa vaya encarrilándose, le daré más noticias.



Un saludo.

quinto

(Seguimos rebuscando. Trabajar a dúo en un guión es complicado, se pueden hacer una idea. Por lo general, el mecanismo incluye largas conversaciones previas con abundancia de servilletas anotadas. Luego, uno de los dos escribe algo que sirva como base para recortar, rehacer, desechar, discutir... Aquí les dejo lo que escribí para que pudiéramos Lorenzo Díaz y yo empezar a escribir No hay quinto malo, que se publicó en la revista Dos veces breve, en su número 16. Va ya para dos años...)

Una cafetería céntrica, a media mañana. Hace sol fuera, pasa gente por delante de los ventanales. Dentro, embobados de vez en cuando mirando transeúntes, tres personajes intentan desarrollar una idea sensata para un álbum de historieta. Son dos guionistas (F y L) y un dibujante (R). Se sientan alrededor de una mesa chiquita invadida de vasos medio llenos, servilletero y algún móvil.

Abrimos con un plano general exterior, de situación. Puede incluir el título, o lo podemos dejar fuera de caja y que lo pongan en maquetación. El diálogo arranca abrupto, como a media frase o poco menos: suponemos que llevan ya un rato charlando. Pasamos enseguida al interior de la cafetería y a centrarnos en los protagonistas. De cuando en cuando, en plena conversación, veremos que uno u otro se desconecta y se queda mirando por la ventana: (se podría visualizar en esos casos un globo de pensamiento con una mancha de gris dentro, o un garabato a medio hacer... algo así).

F.- ¡Yo quiero dirigibles!

R.- Ah, eso está bien. Podemos empezar con una escena espectacular, un dirigible sobrevolando las azoteas. Y luego ya pasamos al interior...

F.- No, mejor: ¡Un tío se tira desde la cabina!

(R mira con desconcierto y ojos como platos: lo hará a menudo.)

L.- Ah, vale... ¿Y quién se tira, el protagonista?

F.- No sé... Ya se nos ocurrirá. Pero la secuencia tiene fuerza, ¿no? (Gesticula con las manos, para pasmo de los otros dos.) El dirigible que llena la viñeta y el tío que cae a cámara, y luego un picado ahí tremendo para ver cómo cae hacia la calle allí abajo, lejos...

R.- ¡Como el Coyote!

L.- Hombre, no, a ver, tendremos que saber quién es, si se cae o lo tiran. Además, si empiezas el guión tan arriba, luego no puedes bajar el ritmo, y ya me explicarás qué haces para estar a la altura...

R.- Eso, y que hay que explicarlo.

F.- ¡Pues ya se explicará luego!

L.- Joder, ya estamos...

R.- Lo del dirigible mola... (Lo dice con gesto soñador, está visualizando ya la cosa.)

F.- Mira, podemos hacer una cosa tipo “Ella, él y Asta”, ¿se llamaba así?

L.- Lo del Hombre Delgado...

F.- Eso, pero en plan steampunk. Y que sean periodistas. Una pareja de periodistas.

R.- ¿Como en “Luna nueva”?

F.- Hombre, no. Bueno, sí, pero diferente.

L.- Sí: con dirigibles.

F.- Que sean periodistas, pero opuestos, como el agua y el aceite. (Pone gesto de iluminado, ya no conoce, está entregado.) Él es un tipo que se dedica a investigar sucesos extraños, igual hasta puede haber sido ayudante de Charles Fort. Y ella es fotógrafo, en plan reportero suicida, de guerras y de sucesos... Escéptica, sarcástica...

L.- (Hace mímica con las manos: como si tuviera ante sí un rótulo grande de neón.) ¡Mulder y Scully contra los marcianos de Wells!

R.- ¡Con dirigibles!

F.- Hombre... eso, para el segundo o el tercer álbum, ¿no?

R.- Joder, pero habrá que hacer este primero, ¿no? Siempre acabamos pensando en qué va a pasar en el quinto álbum cuando no tenemos ni idea de quién es el protagonista...

L.- Ni siquiera sabemos quién es el tipo que se cae del dirigible.

F.- ¿Qué pasa? Es un buen principio, ¿no?

L.- Yo tengo otra idea.

R.- ¿Hay dirigibles?

L.- No sé... igual sí, por qué no.

F.- Ah, vale. Cuenta.

L.- Hace tiempo empecé a escribir una novela ambientada en la Gran Depresión, en un pueblo del Sur. La protagonista es una viuda que escribe pulps para poder vivir, con el mismo pseudónimo que usaba su marido. Lo mantiene en secreto para no dar carnaza a los vecinos, que ya la miran bastante como a un bicho raro. Y un día, en el campo detrás de la casa, una noche de tormenta, tiene un aterrizaje forzoso un tío joven en un biplano.

F.- ¡Una casa como de Hopper, en plan “Psicosis”!

R.- ¿Un biplano? ¡Mola!

F.- ¿Y por qué no un autogiro? Le da un toque más gótico...

R.- ¿Más gótico? ¿Y por qué? ¡Además, a ver de dónde saco yo documentación para dibujar el trasto ese!

L.- Yo prefiero el biplano, la verdad... le da un aire más pulp...

F.- Bueno, tú sabrás, la historia es tuya. ¿Y qué pasa con el tipo, se lía con la viuda?

L.- Me quedé atascado. Tendría que quedarse en la casa con ella mientras que arregla el avión, y en paralelo ella escribiría una novelita de aventuras en la que sí se enrollarían... Y se me ocurrió que en algún momento viajaría a Nueva York para conocer a su editor, y cenaría con el que escribía La Sombra, con el de Doc Savage...

F.- ¡Guay! Pero eso casi mejor en el segundo álbum, ¿no? Que sea todo el viaje a Nueva York, cómo va conociendo a toda esa gente...

L.- ¡Y pueden resolver un caso policiaco!

F.- Además, estoy viendo la portada: en plan pulp, con ella vestida de mujer fatal y, detrás, la silueta de La Sombra...

R.- ¡Es que no me lo puedo creer! ¿La portada del segundo álbum? ¡Pero qué pasa con el primero! Que a este paso no empezamos nunca, y yo sólo tengo un mes libre para hacer esto...

(Se hace el silencio un momento, una viñeta. Se echan a reír. Igual podemos irnos al otro lado del ventanal, desde la acera vemos que piden otra ronda a un camarero. F mira hacia nosotros, ensimismado. Pasa una niña gótica y a F se le ilumina la cara. Alejamos el plano hasta el general exterior de situación con que abríamos. El resto del diálogo, en off.)

F.- ¡Tengo otra idea!

L.- Si es para el quinto álbum, cobras...

sábado, 28 de agosto de 2010

los años del espejismo

(Sigo buceando en mis carpetas de recortes. En 2004, el mismo equipo básico responsable de la colección Sinpalabras se encargó de elaborar, para el Ayuntamiento de Madriz y con producción de Sinsentido, un volumen titulado De Madrid a los tebeos. Uno de los textos es mío, centrado en los años 80, cómo no.)




LOS OCHENTA: LOS AÑOS DEL ESPEJISMO…

Los últimos años de la década de los setenta fueron, en el campo de la Historieta, el inicio de un sueño. O quizá sea mejor hablar de un espejismo. Un espejismo que se extendió a lo largo de los años ochenta y del que también formó parte Madrid, ya desde sus inicios, con sellos como Papel Vivo, empeñado en una concienzuda labor de dignificación del medio, o Nueva Frontera, que, a través de sus revistas y de diferentes colecciones de monografías, puso al alcance del lector un material nuevo, deslumbrante: la flor y nata del tebeo adulto europeo más afortunado, de Crepax a Hugo Pratt, de Breccia a Muñoz y Sampayo, sin olvidar a Moebius, a Bilal y a Christin, a Caza…

Durante la nueva década, el espejismo pareció cristalizar, hacerse tangible; casi se diría que nuestro país era la cuna de un nuevo renacimiento de la Historieta. Se respiraba una actividad febril por doquier, sellos nuevos e iniciativas más o menos arriesgadas surgían a cada momento. (Esa era, al menos, la sensación que el lector tenía.) Un puñado de profesionales nacionales se afanó en plantear una mirada autoral sobre su trabajo, si bien, con el tiempo, se verá que no todo el que se lanza a escribir sus propios argumentos tiene algo que aportar, y que muchos años ante el tablero de dibujo no garantizan, necesariamente, más que un buen bagaje técnico (que no es poco, pero no es, tampoco, suficiente).

El espejismo se desvanecerá a los pocos años, antes del final de la década, enfrentado a la gris realidad de un mercado pobre y anquilosado, y de unos editores cuya sensibilidad se demostró más lejos del creador que del mero tendero.

EL BOOM.

En efecto, Paracuellos y Barrio, de Carlos Giménez, editados por Papel Vivo, demostraron que se puede plantear una Historieta diferente, personal y adulta, una Historieta similar, en ambición y alcance, a la que aparecía en las páginas de Tótem y otras revistas de Nueva Frontera.

Desde Barcelona, tradicional centro de producción editorial, Josep Toutain intuyó que era el momento de plantear una renovación del mercado. Recuperó, para ello, el modelo de revista de género que popularizase en Estados Unidos Warren Publishing (modelo ya explotado en nuestro país en cabeceras como Vampus, Dossier Negro o Vampirella), y dio cabida, en sus páginas, a las creaciones de una serie de dibujantes españoles que, hastiados de muchos años de trabajo de encargo, impersonal, dieron en ellas lo mejor de sí mismos. Font, Beá, José Ortiz, el ya citado Carlos Giménez… todos fueron parte fundamental del éxito de 1984, Comix Internacional, Creepy.

Por otra parte, la revista El Víbora recoge las inquietudes de una corriente que bebe de la tradición underground norteamericana, una corriente que ya había tenido su plataforma de expresión en Bésame Mucho. Y, en el seno de otro sello comercial, Norma Editorial (nacido de una costilla del propio Toutain, por así decir), se presta atención, desde las páginas de Cairo, a otra manera de entender la Historieta: la llamada línea clara, que hunde sus raíces estéticas en el tebeo de aventuras francófono. En esta efervescencia de cabeceras y miradas verán la luz autores como Gallardo, Max o Sento, que conseguirán navegar entre dos aguas estilísticas, hasta convertirse en auténticos monstruos ajenos a etiquetas o movimientos, así como Mique Beltrán y Micharmut, Roger, Isa Feu, Pons y Mariscal, Nazario… nombres todos emblemáticos de esos años. (Emblemáticos, también, de una manera de entender el medio.)

Pero nos adelantamos en el tiempo, y Madrid será, también, origen de diferentes (y, en ocasiones, asombrosas) iniciativas editoriales. Así, Riego pondrá en circulación un primitivo y efímero Cimoc (que Norma recuperará luego, convirtiéndola en su revista estrella), y San Román propondrá dos cabeceras irregulares y de muy corta vida (Vilán y Tumi, centrada ésta en lo erótico), amén de un puñado de monografías casi siempre irreprochables. La Historieta franco-belga de corte clásico tiene su rincón gracias, primero, a los álbumes de Sepp/Mundis, que presentan series tan importantes como Spirou o Gaston Lagaffe, y mantendrá su presencia, después, merced a la apuesta por el público juvenil que hace la editorial Sarpe, con cabeceras como Fuera Borda o Jana, que recupera el tebeo para jovencitas de la mano de Purita Campos, nada menos. (Una autora y un material, por cierto, que no se alejan de lo que, más adelante, supondrá una revolución de mercado y de público: el manga, y en especial el destinado a las muchachas. Salvando, es obvio, todas las distancias formales.)

Nueva Frontera, por su parte, mantiene sus distintas colecciones de libros, además de aumentar su nómina de revistas con títulos memorables: Tótem Calibre 38 y Vértigo. No tardará, sin embargo, en caer en una inexplicable huída hacia delante, caracterizada por una política editorial suicida y progresivamente caótica, en la que la misma monografía puede distribuirse repetidas veces, integrándola en diferentes y siempre efímeras colecciones, e incluso se llegará al extremo de crear revistas que aparecerán en el mercado acompañadas de diferentes separatas, que serán, a su vez, recuperadas para comercializarse, al poco tiempo y ya encuadernadas, como nuevas monografías. ¿Una señal de que el espejismo puede resquebrajarse? Quizá. No obstante, la señal definitiva la marcaría la disparatada andadura de la revista Rambla, de Barcelona, nacida como proyecto colectivo de un grupo de autores consagrados, y que en unos meses se revelará condenada al fracaso. Su lamentable trayectoria comercial (y creativa) es casi un reflejo de la industria de esos años. (Unos años, por cierto, en los que, si hablamos de industria, no podemos dejar de mencionar el inicial desembarco de Forum, algunos de cuyos títulos se producen desde Madrid.)

MADRID EN TECHNICOLOR…

En Madrid, y pese a las declaraciones de algunos de sus protagonistas, los ochenta son los años de lo que se conoció como la movida, un movimiento que no fue tal, una efervescencia creativa teñida de desparpajo punk, una burbuja de colores vivos y músicas infecciosas que, en Historieta, cuajó en la revista Madriz, subvencionada por el Ayuntamiento de la ciudad y dirigida por Felipe Hernández Cava, también guionista del equipo El Cubri, que con sus trabajos de combate, primero, y de reflexión de lenguaje y de recuperación de mitologías populares, después, había contribuido, en cierta forma, a la agitación de sensibilidades en un público que pedía más, algo diferente, algo nuevo.

Madriz fue una publicación en la que se dio voz a un puñado de nuevos valores que, en algún caso, llevaban tiempo peleando por abrirse paso en cabeceras convencionales. Una publicación que recuperó, también, creadores de larga trayectoria y personalidad insular. Mientras la gente del underground y lo que se llamó línea clara (o Nueva Escuela Valenciana) llegaban a una suerte de entendimiento en el terreno común definido por creadores como Gallardo o Max, en las páginas de Madriz se exploraba, se inventaba, se forzaban los límites del medio. El experimento, que también era apuesta, descubrió a autores como Federico del Barrio, Ana Juan, Raúl, Rubén Garrido, Joaquín López Cruces: voces personales, valientes, que reivindicaron formatos distintos y ritmos diferentes, cercanos, a menudo, a la poesía; creadores que recurrieron a campos limítrofes y a la mezcla de códigos, aunque no siempre con fortuna. Pero propició, también, aventuras similares en otras ciudades (La granada de papel, Imajen de Sevilla…), e incluso en otros países. (No es descabellado afirmar, a este respecto, que en la raíz de las nuevas editoriales independientes francesas y todo el movimiento de autores que han generado a su alrededor, hay, al menos, una sombra de sensibilidad madrizleña.)

Madriz generó, además, encendidas polémicas en el seno de la industria española de la Historieta, debido a su financiación pública, pero también debido, en parte, a los precios que pagaba a sus colaboradores, muy superiores a los que pagaban las demás cabeceras. Se planteó hasta qué punto era lícito publicar una revista de espaldas al público mayoritario, ajena a condicionamientos de mercado. Se planteó si no será esa, precisamente, la tarea de las Instituciones: proteger lo mas frágil, la expresión artística, con independencia de su posible comercialidad. Polémicas que, de una u otra forma, ayudaron a crear una cierta conciencia, si no industrial, sí, al menos, gremial.

¿Qué estaba ocurriendo fuera, mientras tanto? Del otro lado de los pirineos, Yves Chaland y Serge Clerc (en especial el primero), secundados por la creatividad iconoclasta del guionista Yann LePennetier, renovaron el ámbito francobelga, tan tradicionalmente conservador. Una revolución que fue secundada, ya lo hemos dicho, desde las páginas de Cairo, sazonada por la particular idiosincrasia de unos autores que no olvidaban sus influencias primeras: la escuela de Bruguera de los años cincuenta, el TBO clásico. Por otra parte, en los Estados Unidos, Howard Chaykin firmaba sus mejores trabajos, pero será la obra de Frank Miller y del guionista británico Alan Moore (El retorno del Señor de la Noche y Watchmen, respectivamente) la que de verdad traspasará todas las fronteras: su influencia formal, las rupturas estilísticas que plantean en un universo tan específico, tan cerrado, tan codificado como el tebeo de superhéroes, serán recogidas, asumidas y adaptadas, con mayor o menor fortuna, por una legión de autores jóvenes que, en nuestro país, encontraron acomodo en las publicaciones de Toutain Editor, abiertas siempre a las propuestas más comerciales.

Los ochenta son, también, los años del pop desvergonzado y de la belleza efímera. La imagen de las Instituciones madrileñas se beneficia del buen hacer de Fernando Vicente o Javier de Juan, de diferentes firmas del Madriz que, con sus carteles impactantes, proponen una percepción diferente, fresca, de la ciudad. El regocijo de una generación nueva, que ha sido testigo del renacimiento de la Democracia y del triste episodio del 23-F, que siente en sus manos el poder (la necesidad, también) de hacer cosas, de cambiarlo todo, llena las calles de un colorido estimulante y bullicioso.

En el país, las cosas ya no podrán ser nunca como lo fueron antes. Por fortuna.

LLEGANDO HASTA EL FINAL…

De la influencia más o menos directa de Madriz surgieron iniciativas como las postales exclusivas de Sombras Ediciones, los álbumes de insólito diseño de la colección Los Sótanos o una joya como El sombrerero de la calle Carretas, un libro monumental, estampado, ya en 1990, en el taller de Dos Negritos; una edición exquisita que casi resume en sus bellas páginas, a manera de canto de cisne, las líneas maestras de la década que nos ocupa: amor por el objeto, por el diseño; inquietud, ruptura de moldes; exploración. A este respecto, conviene no dejar de mencionar la labor que algunas librerías especializadas llevaron a cabo, bien organizando exposiciones y convirtiéndose en punto de encuentro de lectores y creadores, bien favoreciendo el nacimiento de un movimiento de crítica renovador (con cabeceras como Tribulete y Grafito, Stock, Urich o Pogo), o bien, incluso, dando el paso de la edición: Metal Hurlant, Madrid Cómics, Arte 9, Elektra.

Tras su cierre, el espíritu del Madriz aún se refugió en otra revista, Medios Revueltos, de vocación multidisciplinar y corta trayectoria. Algunos de sus autores más representativos hallarán otras plataformas, momentáneas, para continuar su labor, pero, de una u otra forma, un camino se cierra, y será difícil que pueda volver a abrirse.

La década se encamina a su fin, y con ella muere la ingenua sensación de esperanza que se había generado en sus comienzos. El espejismo se rompe, la burbuja se agota. La industria, pobre, provisional siempre, no da para más y los autores descubren que necesitan, si quieren convertir la Historieta en su medio de vida, trabajar para el exterior, plegarse a exigencias editoriales… como en tiempos pretéritos, cuando la profesión pasaba por el trabajo de agencia, impersonal. Muchos de ellos descubren y se deciden por otros campos mejor pagados (y mejor considerados, también): publicidad, diseño, pintura, humor gráfico, prensa. Después de todo, los precios que los editores pagaban en los primeros ochenta no se han visto incrementados cuando alborea la nueva década, y es difícil mantenerse dentro de una industria que insiste en trabajar bajo mínimos, al borde siempre de un amateurismo lamentable.

(Conviene añadir, como anécdota, que los mismos precios que ya eran entonces insuficientes se mantienen hoy, a finales de 2004, inalterados… Un dato, sin duda, revelador. Y demoledor.)

Con el final de la década, la realidad acaba por mostrar su cara menos atractiva. La confianza en las Instituciones políticas empieza a flaquear, las discográficas independientes se transforman, poco a poco, en remedos provincianos de las multinacionales que quisieron combatir, las estrellas del pop se profesionalizan y empiezan a comportarse como las viejas glorias a las que atacaban diez años antes. Las nuevas bandas volverán a cantar en inglés.

Y los tebeos, durante un tiempo, serán más aburridos también en Madrid.

Lo que sigue es cosa de otro… y de otros.

recherche

(Hace ya unos años que me apeé en marcha de un proyecto llamado Tebeos en palabras que tenía que ver, si mal no recuerdo, con lo que luego ha sido Viaje a Bizancio. Las razones no vienen al caso, pero cuando me fui había propuesto una sección titulada La Recherche en la que hablaría de tebeos que me sorprendieron en su momento, y había entregado ya el primer texto. Lo cierto es que no sé si al final se publicó: andaba yo bastante liado entonces...)


La Recherche

En el cajón de la memoria, recuerdos extraviados de lecturas que sorprendieron y conservan, todavía hoy, su capacidad de entusiasmar…



Majestic: the big chill.


Uno va estando cansado de la épica del superhéroe, porque a menudo da cobijo a cosas impropias y, casi siempre, mediocres, y porque es de una monotonía insufrible escuchar, leer, los mismos paralelismos salidos de madre una vez y otra, y otra, y otra más: que si Homero, que si las mitologías, que si las Grandes Cuestiones de la Humanidad, que si los simbolismos… Por eso, cuando encuentra un tebeo del género que intenta ir más allá de tanta responsabilidad estética y se dedica, sin más, a entretener, a narrar, a divertir, uno se deja llevar. Si el tebeo es olvidable no pasa nada, se olvida y ya está: de olvidos felices de ese tipo está hecha la vida. Si tiene algo más, un ingrediente que lo haga, de una u otra manera, memorable, ahí queda, fijado en el recuerdo y guardado en la correspondiente caja, junto con los demás. Suelen estar firmados por la misma gente, así que no es difícil, luego, encontrarlos: hay que buscar en la M de Miller, del Miller antiguo; en la C de Chaykin; en la M de Morrison; últimamente, en la W de Whedon y en la S de Straczinsky; en la M de Moore, claro. (Hay más nombres, pero no muchos más, me temo. Y con tres “emes” hay suficiente, por ahora.)

De Alan Moore hay mucho que decir. Todo el mundo tiene una opinión sobre él, como personaje y como escritor. Todo el mundo dice haber leído sus trabajos. Yo lo descubrí hace muchos años, cuando demolía los pilares de un par de géneros en su Swamp Thing. Luego llegó Watchmen, deslumbrante, y todo cambió. He seguido su obra en la medida de lo posible y lo he leído casi todo. Incluso me atreví a escribir una monografía, un salto mortal sin red que todavía hoy no acabo de entender cómo me atreví a dar.

De Alan Moore casi nadie menciona esos trabajos puntuales que van sembrando su carrera de manera irregular, encargos un poco insensatos que él acepta con agrado, o eso se diría, para entregar pequeñas joyas menores en las que no es difícil leer su amor por el género y su entusiasmo por el medio. Con uno de esos encargos tropecé casi por casualidad, un número especial de Majestic, titulado The big chill. En principio, lo único que me llamó la atención fue el nombre de Moore en los créditos. Al personaje, otro trasunto de Superman, ni siquiera lo conocía, y el dibujante, un tal Carlos D’Anda, no destacaba por sus capacidades artísticas, pero Moore casi nunca me ha defraudado (y si lo hace, en las raras ocasiones que lo ha hecho, es siempre por encima de la media).

La lectura fue gratificante, un despropósito bien hilvanado en el que se mezclaban conceptos de cosmología moderna con personajes como el Judío Errante, una cepa de sífilis y una figura divina. (Bien hilvanado, sí, por increíble que suene.) Yo, por entonces, acababa de descubrir a Stephen Baxter, uno de los paladines de la nueva Space-Opera británica, y había leído con asombro creciente su Ring, su Timelike Infinity. Allí estaban los escenarios: el final del tiempo, un universo agotado, frío y oscuro, sin rastro de vida. Allí estaban los conceptos, aplicados con inteligencia por Moore a un argumento fiel al género y, a la vez, ajeno a él, rompedor por inhabitual: pocos guionistas de superhéroes se atreven a manejar recursos de Ciencia-Ficción y llevarlos a sus últimas consecuencias.

La lectura, insisto, fue gratificante, estimulante. Ocurre siempre con Moore, o casi siempre. Pero a veces, de cuando en cuando, la sorpresa es doble sorpresa. En un campo en que lo sorprendente escasea, no es poca cosa que te sorprendan por duplicado.





en público


Nos lo recuerda maese Pons: hoy, que cumpliría años el señor Kirby, se celebra el Día de Lectura de Tebeos en Lugares Públicos. Ya saben, a aplicarse el cuento... (y, si pueden, háganse fotos y compártanlas...).



(Actualizando: algunas fotos, aquí y acá.)

(Actualizando, again: hay grupo en Flickr.)

sábado, y 28



En Babelia se habla hoy, claro, de la nueva temporada literaria, y se hace hincapié en autores españoles o hispanohablantes (¿hispanoescribientes, habría que decir?). Lo mejor es que en ese hincapié se habla también de Historieta (o, bueno, de Novela Gráfica). Por lo demás, ya lo ven: Muñoz Molina, como siempre. Y Paco Roca. Y Max.

la costumbre del veneno

(Y aquí, a continuación, el texto que escribí para el catálogo de la exposición Viaje con nosotros, organizada por SEACEX y La Casa Encendida.)

Si echo la vista atrás puedo ver un camino que, desde el hoy, no se antoja tortuoso en absoluto, más bien al contrario: curvas suaves, pocas pendientes. Los paisajes, sí, cambiantes, pero determinados encuentros periódicos, recurrentes, los unifican: ciertas músicas que hoy suenan quizá menos frescas, pero que tienen la calidez de lo familiar; escritores y sus universos compartidos tantas veces, ficciones encarnadas en distintas pantallas; rostros amigos, gente que me acompañó o que sigue ahí. Uno puede decir que la vida es un viaje, un transitar... pero me parece que es más lo que uno encuentra en el camino, lo que se va dejando atrás, los que acompañan un trecho; y los que vuelven cada tanto, como si no se hubieran ido.

En mi memoria de las últimas dos, tres décadas, Micharmut aparece a menudo. Para mí, la memoria que cuenta, la que pone orden en el recuerdo, es de papel, y él suele frecuentar muchos de los papeles que he atesorado, muchas de sus páginas. Siempre un poco por delante de los demás, siempre indagando, explorando caminos que otros van a seguir después como si fueran nuevos. No recuerdo, desde luego, esas primeras autoediciones de los años setenta; quizá las vi con ocasión de alguna exposición: tengo una imagen fugaz como de moscas bípedas con zapatillas de dibujo animado, pero bien podría no tener nada que ver. Sí recuerdo, en cambio, el impacto de Dogón y de las primeras historietas en Cairo, que fue bandera de muchas cosas y en cuyas páginas brillaban las de Micharmut como joyas alienígenas, extrañas, sofisticadas, de una belleza abstracta y un poco cibernética.

Dogón, Cairo, Madriz... Mi relación con Micharmut viene de los años ochenta, claro. Mi relación con muchas cosas importantes que no me han abandonado con el tiempo viene de esos años, también. Por entonces, de él sabía que escuchaba a The Residents y que guardaba en su estudio, en su biblioteca, todo el material que podía encontrar de Jack Kirby, una confluencia plástica que hoy me parece evidente, pero que se me antojaba inexplicable en alguien con un universo personal tan alejado del creador de Los 4 Fantásticos. Luego he podido ver que sí, si se hojea con cuidado se descubren caminos paralelos a la hora de sintetizar geometrías y volúmenes; y además está la legendaria capacidad narrativa de Kirby, su utilización intuitiva de la elipsis, que será quizá la principal preocupación formal de Micharmut durante esa época: el montaje, la secuencia, la página como jeroglífico. Quizá mi problema fuera entonces que a mí Kirby no me gustaba nada, no lo entendía. Me llevó tiempo volver a descubrirlo, aprender a disfrutarlo como lo disfrutaba antes, mucho antes, cuando en los tebeos no aparecían los nombres de los autores y lo que importaba era la peripecia, el vigor y el misterio a la hora de resolverla. Me llevó tiempo, y para cuando lo hice ya estaba Micharmut en otra cosa, abriéndose paso en paisajes distintos.

De los noventa destacan sus trabajos para el público infantil: Pip y Mau Mau, que además cuentan con su muy particular tratamiento del color. Hasta entonces la historieta había sido, para Micharmut, en blanco y negro; la línea desnuda y abstracta, el trazo meticuloso que define el mundo, lo delimita, lo traduce a pura aritmética, a puro signo. En su búsqueda permanente y a la hora de enfrentarse a miradas nuevas, decide recuperar y explorar otros referentes, y es aquí donde entra en juego su conocimiento de los clásicos, los nuestros y los de todos: Coll y Herriman, el TBO y los diarios norteamericanos de los años veinte y treinta del pasado siglo. Unos clásicos que estuvieron siempre en su obra, por supuesto: en su amor por lo minúsculo, por lo efímero; en su interés por los objetos cotidianos, hasta el extremo de atropomorfizarlos y transformarlos en actores de cine mudo (cine cómico, decíamos cuando era yo muy pequeño; y precisamente de eso hablo). Del blanco y negro se pasa al color vibrante, de la desnudez quirúrgica se pasa a un barroquismo de jardín en rebeldía. Hay una alegría salvaje de aventura antigua, de jugar a piratas, a indios y vaqueros. Hay una melancolía también, porque siempre la hay en todas las historias para niños, una melancolía que deja sabor agridulce y que también está en las páginas de Veinticuatro horas, pero Veinticuatro horas merece un punto y aparte.

Veinticuatro horas se edita en 1995, y recoge una elaborada confluencia de imagen y texto, una historieta que es más: metatebeo, quizá; un capricho que deja abiertas un buen puñado de puertas. En el libro se sintetiza una mirada única y personal, cuajada de costumbrismo y de una poética irrepetible. Es un ejercicio peligroso, suicida; un paseo por el alambre sin red, sin pértiga, sin trampas. En él se resumen influencias y querencias, intenciones, experimentos, caminos, accidentes. Veinticuatro horas define, fija, da esplendor. Es una bomba de relojería, una catástrofe natural, un mapa del tesoro. En sus páginas se recogen y se resuelven un sinfín de incógnitas. Su índice lo es también de intereses y enigmas, de búsquedas, de máscaras. Es un diccionario, enciclopedia cíclica, archivo fantasmal. Silva de varia lección en la que el paisaje cotidiano, las calles de cada día, lo que vemos desde nuestra ventana, lo que escuchamos en el ascensor, en el trabajo, en el tren, se convierten en objeto de estudio por parte del explorador marciano, un doctor livingstone supongo enfrentado a una cotidianidad que, a través de sus ojos, se nos antoja ajena y como escrita en clave. Una clave que se resuelve en enunciados bellísimos, herederos de la literatura popular de derribo: Oceanogafía civil, Maravillas de la higiene, Almacén de resucitados, Memorias de un espejo, La higuera luminosa, La costumbre del veneno, La jungla automática. Una clave que oculta el amor de Micharmut por toda esa literatura de a duro que supuso la educación sentimental y estética de múltiples generaciones: mi abuelo me inició en los misterios de Silver Kane y Curtis Garland; fui yo, en solitario, quien, con el tiempo, llegué a Poe y Lovecraft, a Carrere, a Howard y Edgar Wallace. Pero Edgar Wallace estaba ya en las páginas de Dogón, sin que yo supiera quién era cuando leía entonces Dogón: él, Micharmut, llegó antes; siempre. Tan antes que casi nadie se da cuenta hasta que llega allá y descubre las huellas: un montón de papeles, novelas amontonadas, cuadernos cuajados de una escritura compacta, los restos de una hoguera que ennegrecen la nieve.

Y quedan por citar los primeros años del siglo nuevo, esta primera década en la que Micharmut ha descubierto el entorno digital y se ha lanzado a su conquista como el salvaje que tropieza con territorio nuevo y avanza sin mirar atrás, empeñado en dejar su huella y en ver qué hay más allá. Dos bitácoras recogen su afán explorador, por ahora. Una (soloparamoscas.wordpress.com) es una suerte de archivo de campaña que muestra diferentes trabajos del titular, viejos y nuevos: remezclas y nuevas versiones, rescates, homenajes, algún mascarón de proa; restos de mil naufragios, reconvertidos en nitroglicerina. La otra (pulpnivoria.wordpress.com) supone la cristalización del Micharmut que ama la literatura popular y sus formas; una biblioteca efímera, un archivo lleno de sorpresas y de puertas entreabiertas que invitan a más.

Si echo la vista atrás, en fin, compruebo que siempre ha estado Micharmut ahí mucho antes de que llegara yo. Antes de Ware ya él elaboraba vocabularios gráficos nuevos basados en la reelaboración de los clásicos. Antes de muchos otros, ya él hizo de lo cotidiano materia de ficción. Antes que nadie, él fue quien recuperó (recupera aún hoy) la memoria de la vieja literatura popular, la de consumo inmediato, el arte de derribo. Aguardo con impaciencia su nueva aventura. Entre otras cosas, para saber en qué parará nuestro mundillo mezquino, provinciano, en cosa de unos años... para saber de antemano hacia dónde va el medio.

Madrid, 31 de mayo de 2008.


azul

(Prólogo para la reciente edición que de Los 12 trabajos de Hércules, de Miguel Calatayud, hizo este año Edicions De Ponent.)

Lo fácil sería ceñirse a la nostalgia. Guardo pocos recuerdos de la infancia, y algunos son viñetas, páginas, tebeos que por alguna razón me impactaron: Spiderman está en muchos de ellos, como el pelo corto y despeinado de Comanche. Y este Hércules sorprendente que piensa antes de utilizar su fuerza, este Hércules un poco melancólico que sostiene en sus brazos el cadáver de la reina de las amazonas y se pregunta por el sentido de su muerte.

Lo fácil sería, sí, ceñirse a la nostalgia y hablar de los tebeos de entonces, de lo que entonces suponían en nuestras vidas, de cómo crecieron con nosotros y de cómo nosotros crecimos, con ellos o sin ellos; de lo que queda en nosotros, hoy, de esas historias, de esos personajes. Pero es que hablamos de Miguel Calatayud, y él es el primero que rechazaría algo así. Él es el primero que renuncia a la nostalgia a la hora de hablar de sus trabajos para Trinca, y lo hace de manera premeditada, con ese tono pragmático y jovial con que él habla de sus cosas. Y seguramente se enfrenta a sus páginas rescatadas con pudor, con el asombro de quien hojea viejos álbumes de fotografías y se reconoce apenas en ese jovencito desdibujado que aparece en ellas; con un secreto regocijo por el reencuentro, pero consciente siempre de que son lo que son, lo que eran: un trabajo de entonces que define al Calatayud de entonces, y que también habla de cómo eran las cosas en su quehacer diario, en su vida... y en la vida de todos. Lo que ocurre es que ese autor de entonces, con ese trabajo de entonces en Trinca (Peter Petrake y Los 12 trabajos de Hércules), rompió moldes, echó abajo tabiques y dejó todas las puertas abiertas de par en par para que por ellas entrara la modernidad en nuestros tebeos. La modernidad de entonces, sí. Que, si uno se para a pensar, se parece mucho a la modernidad de hoy: ahí está, por ejemplo, esa recuperación que algunos autores de la nueva BD hacen de formalismos y estéticas de los mil novecientos sesenta.

Lo fácil sería ceñirse a la nostalgia y aprovechar para contextualizar, hacer un apunte de lo que era Trinca y de lo que supuso para nuestra Historieta, citar a sus autores señeros, contar lo que fue leer sus páginas. Pero lo uno se ha hecho ya, y probablemente alguien más lo hará en este mismo libro (y lo hará mejor de lo que yo lo haría), y de lo otro no puedo decir nada: no tengo recuerdos de haber leído la revista, únicamente de haber leído, desordenadas y sin continuidad, las diferentes entregas de Los 12 trabajos de Hércules. Sí puedo contar la extrañeza que provocaba en mí el trabajo de Calatayud, lo poco que esas planchas se parecían a las del resto de los tebeos que entonces leía. Y puedo contar, hoy, por qué mi extrañeza, algo que entonces era incapaz de ver: son episodios muy cortos que desarrollan la anécdota a una velocidad vertiginosa, pero la sensación que las imágenes transmiten no es de urgencia sino de reposo, de contemplación. Hay en estas páginas un dominio del medio que hoy abruma, y hay una muy sana combinación de recursos y elementos propios de la Historieta y de la ilustración, una combinación inédita por entonces en nuestros tebeos y que todavía hoy no acaba de entenderse bien. Hay también, y esto no suele decirse a menudo, un guionista inventivo que manipula y se preocupa de jugar con la estructura de cada capítulo, de manera que ninguno sea como los demás.

Lo fácil sería ceñirse a la nostalgia, pero es que no cabe hacerlo una vez se vuelven a contemplar estas páginas, no hay nostalgia posible cuando se vuelven a leer. Porque uno entonces descubre que sí, que está en ellas todo ese sabor de hace cuarenta años, el cartelismo de la época, esa estética tan característica, los colores maravillosos, las composiciones sorprendentes en cada viñeta... pero es que su lectura seduce por moderna, por contemporánea. Se puede leer este libro como si Miguel Calatayud lo hubiera inventado ayer mismo. Y no sólo porque en él esté ya el germen de sus obras posteriores (como lo está en Peter Petrake), sino porque resulta tan fresco e ingenioso, tan sólido, tan maduro como si el tiempo no hubiera transcurrido.

No cabe la nostalgia si se contempla a ese Hércules de la última viñeta, de perfil y agitado por el viento en su Fortaleza de la Soledad, decidido a combatir en lo sucesivo la injusticia de los hombres...


jueves, 26 de agosto de 2010

la foto más triste...



adelanto

Se puede leer un detallado y jugoso adelanto de la temporada literaria en Culturamas. A destacar cosas muy esperadas, como lo nuevo de Monteagudo... Vayan tomando nota. Y ahorrando.

exposición de Miguel Calatayud en Avilés


Desde el 2 de septiembre en el Centro Municipal de Arte y Exposiciones, en Avilés. Otra razón para acercarse a las Jornadas...

miércoles, 25 de agosto de 2010

martes, 24 de agosto de 2010

verano trepidante

Manel, martillo de herejes y faro de Occidente, está publicando este mes de agosto (en Público, ya saben) una serie de chistes bajo título y temática común: Verano trepidante. Su particular mirada sobre determinados clichés estivales. Quizá uno de los mejores, hasta ahora, fue el de ayer, que les dejo aquí abajo...



Y es que los grandes no descansan...

presentación de Steranko Superstar


(Si se pueden pasar por allí, no se olviden de saludar de mi parte...)

lo nuevo de Genndy Tartakovsky

domingo, 22 de agosto de 2010

breviario dominical


Pasó el fin de semana. Un sábado regular, con sus risas vespertinas. Un domingo largo, con su invasión de Hora Feliz.

Y el retorno de La Calor! (Joder, con el verano...)






(Por lo demás, se echó de menos a R, que los domingos lo son menos sin ella. Se marcha de vacaciones A, y la tripulación pirata continúa su escapada astur. Y fue el cumpleaños de P. Y se despidió N, que se marcha a Irlanda en unos días, de beca. Y eso.)

en serio

Leyendo esto, me apetece mucho la novela nueva de Elvira Lindo...